martes, 10 de diciembre de 2013

De goblins y anillos o de cómo los duendes viven en mi closet


Desde hace un tiempo, empezaron a desaparecer cosas de nuestra casa.

Al principio, culpamos a Macario, nuestro perro faquir, que gustaba de morder libros, licuadoras, tazas, libreros o cuanto objeto se le cruzara en el camino.  Un día, descubrí que había acabado con unas velas que había dejado en un portavelas. Con ligera culpabilidad, Macario recibió la reprimenda correspondiente y yo me di a la tarea de remplazar las velas devoradas.

Poco tiempo después, noté que de las tres velas nuevas que había comprado, solo quedaban dos.

De inmediato, corrí a ver los colmillos de Macario –Que aquella ocasión estaban aperlados por los restos de la cera– e incluso, hice una revisión escatológica para hallar evidencia. No había rastro.

Lo curioso es que el portavelas estaba intacto –La primera vez, apareció tirado a escasos pasos del librero donde lo había colocado.

Sin darle mayor importancia, pensé que Macario había sido en extremo cuidadoso esta vez y que había tenido una digestión espléndida.

Pasaron varios días, hasta que un viernes por la noche, Daniel y yo llegamos de cenar; nos sentamos a ver la televisión y de pronto, sin más explicaciones giré la cabeza hacia el portavelas: había tres velas de nuevo.

        ¿Cuántas velas eran las que estaban la otra vez?

Le pregunté a Daniel.

        No me acuerdo, contestó.

Creo que eran dos, le dije –Lo cierto es que mi memoria no es nada confiable–, pero no le di más importancia.

Una semana después, una de las velas volvió a desaparecer.

Esta vez, no tomé nada a la ligera. Busqué a la desaparecida por todos lados; interrogué a Macario esperando obtener una respuesta; le pregunté a Daniel si me estaba jugando una broma pesada.

Nada. Nadie sabía nada.

Dos o tres días después, la vela apareció de nuevo en su lugar.

Al no tener un culpable, me atreví a pensar que posiblemente, habría algún ser jugando conmigo.

Aún incrédula comenté:

        Deber haber un duende en la casa al que le gustan las velas.

Después, agregué:

        Señor duende, voy a poner esta vela sobre la ventana y si usted en verdad existe, lo reto a que mañana la devuelva a su lugar.

Me fui a dormir con la idea de que no pasaría nada.

A la mañana siguiente, me levanté a darle su desayuno a Macario. Mientras él comía, me senté en el sillón, aún adormilada, esperando a que terminara. De pronto, recordé el asunto de la vela. Volteé hacia la ventana y no estaba. Lentamente, bajé la mirada.

No podía creerlo, la vela estaba de nuevo en el portavelas.

Sentí un frío corriendo por todo el cuerpo; los vellos de mis brazos se erizaron y mi cabello se levantó aún más de lo que la cama lo había desacomodado.

Tomé el portavelas, saqué la vela que había puesto intencionalmente en la ventana, la vi por todos lados y de nuevo la puse en su lugar. Corrí a despertar a Daniel y en voz baja le dije:

–Ahí está la vela.

Ya lo sé, creen que fue Daniel. Yo también llegué a pensarlo, pero al vivir en pareja, aprendes que el respeto por las creencias del otro es sagrado. Y él sabe que si hay algo con lo que no se juega en casa, es con la existencia de seres fantásticos y no terrenales porque yo creo en ellos.

Así que confié en su palabra cuando me dijo que él no haría algo así –además de que como buena hiperbólica, más no diabólica, lo hice jurar sobre mi persona.


A ese hecho se sumaron otros:

La desaparición de una USB de Daniel y mi anillo de compromiso.

Todos los días que llegaba de trabajar, guardaba mi anillo en su caja y lo dejaba sobre uno de los paneles del closet que está en la recámara. Una mañana antes de irme a trabajar, abrí el estuche para sacar el anillo y ya no estaba. Lo busqué por todos lados y no lo encontré. Pasaron varios días y no apareció.

Una tía, que no conocía el antecedente de la vela me dijo:

        Debes tener duendes, a ellos les gusta jugar a esconder cosas. Ponles dulces con envoltura brillosa. Diles que cuiden de tu casa, pero que no se lleven tus cosas.

Estaba tan desesperada que le hice caso. Compré chocolates rellenos de cerezas con envoltura dorada y kisses con envoltura plateada. Se los dejé en una pequeña vasija de barro, en el mismo lugar donde desapareció mi anillo y en voz alta les dije:

        Aquí les dejo estos chocolates, son para ustedes, pero a cambio, quiero que me devuelvan mi anillo, sino, no los voy a dejar que se queden aquí.

Al despertar fui a asomarme a la vasija. No había nada. Decepcionada ante el fracaso chocolatero, tomé el estuche y lo abrí. La cara se me fue al suelo.

¡Mi anillo estaba ahí!

Con miedo, pero a la vez llena de una involuntaria sensación de curiosidad ante lo fantástico y desconocido, les di las gracias y conservé la vasija con los chocolates en ese lugar.

Cuando la USB de Daniel desapareció, no entró en negociaciones como yo.

Molesto, evadió mis sugerencias de llevarles algo y encima de eso, tomó uno de los chocolates que yo les había dejado a los duendes y se lo comió.

        Si ellos se llevan mis cosas, yo  me como las suyas, dijo.

Pensando en las serias repercusiones que podría tener el acto duenderquista de mi marido en la casa, le pedí que no se comiera esos chocolates y con mucha consideración, les recordé a los duendes que no podían andar llevándose cosas valiosas o importantes para nosotros, que si ellos regresaban la USB, yo repondría el chocolate que habían perdido.

A la mañana siguiente la USB apareció dentro de la vasija de barro.

…Claro que les compre más chocolates.


Hubo un tiempo en que las cosas dejaron de desaparecer.

Empecé a extrañar la actividad paranormal. Mi casa era de nuevo como las otras, normal.

Después de mucho tiempo de normalidad quité la vasija con los chocolates.


        ¿Has visto mi reloj?

Comentó Daniel hace un par de meses.

Le pregunté dónde lo había dejado y me contestó:

        En el mismo lugar de siempre, en el librero, junto a mi cartera.

Le dije que no lo había tomado y que a lo mejor los duendes ya habían vuelto.

Pasaron un par de días y no había señales del reloj.

Días después, el reloj apareció dentro de mi ropero. Lugar al que como yo en un estadio de fútbol, Daniel no entra para nada.


El primero de diciembre me di a la tarea de ordenar la casa. Libros, copias, ropa, todo lo que no estuviera en su lugar. Sacudí los rincones de la casa donde no paso con frecuencia el trapo limpiador. El panel donde está el estuche con mi anillo de compromiso fue uno de ellos. Nada sucedió ese día. Tampoco el lunes.

El martes pasado Daniel me preguntó:

        ¿Moviste tu anillo de lugar?

        No, le dije segura. ¿Por qué?

        ­Ya no está, dijo.

        ¿El anillo? Pregunté.

        No, la caja, contestó.

        ¿Y el anillo?

        Tampoco. Ya no están.

Al llegar de trabajar, fui directamente a la recámara, abrí el closet y lo busqué. Estaba segura de que una vez que limpié ese rincón, había dejado ahí el anillo dentro de su estuche.

Lo busqué pero no apareció por ningún lado.

Repliqué, alegué, grité; nada surtió efecto.

Primero se los pedí por las buenas. Cero anillo.

Luego, se los pedí por las malas. Cero anillo.

Al tercer día amenacé a los duendes con echarles algún tipo de incienso para correrlos de mi casa – No se si en alguno de los libros de Harry Potter hablan de algún remedio para ahuyentar a los duendes, pero había que probar.

Para el viernes, les dije que ya no los quería ahí, que no podían meterse con nuestras cosas y que ya no los quería tener de huéspedes en mi casa.

El sábado, le pregunté a Daniel si no creía que como con su reloj, los duendes  hubieran puesto la caja con mi anillo en algún lugar donde predominaran sus cosas. Él dijo que tal vez sí.

Por la tarde, fuimos a casa de mi abue para ayudarle a poner su nacimiento navideño.

En el camino, le conté a mi mamá el asunto del anillo; omití la parte de los duendes porque mi sobrina iba con nosotros y se asusta fácilmente –Además, soy su vecina y podría pensar que si en la casa de su tía hay duendes, en la suya también podría haberlos.

Después de poner el nacimiento, regresamos a la casa. Entré en la recámara y me puse mi pijama.

Aventé sobre una canasta, el short de mezclilla que traía puesto, no sin antes vaciarle los bolsillos donde normalmente guardo monedas, llaves y tarjetas de transporte público.

Me asomé al closet y el rincón donde estaba mi anillo y su estuche, seguía vacío.

Daniel me acompañó un rato a ver televisión. Aunque al día siguiente teníamos que levantarnos temprano porque yo iba a participar en una carrera atlética, me quedé viendo la tele hasta muy tarde. Para cuando me acosté, Daniel ya se había dormido.


Esa noche hallé en mis sueños la respuesta que había estado buscando toda la semana.


Soñé que mi mamá, una de mis hermanas y yo, estábamos en mi recámara.

¡Ya sé dónde está mi anillo!, les decía.

Mi mamá extrañada, dijo, ¿dónde?

        Está allá arriba, en el ropero. Ahí se esconden los duendes, ya los vi.

Me subí a la cama, me asomé y con voz firme y fuerte les dije:

        Ya se que aquí se esconden, denme mi anillo o sino, los voy a correr de aquí.

De entre la ropa doblada, emergió una silueta negra, pequeña, del tamaño de la palma de mi mano. No tenía rostro, solo era una silueta color negro.

Su cuerpo tenía forma humana, pero sus manos, patas y cola, eran parecidas a las de una iguana.

En lugar de cabello, tenía cuernos como los de un toro.

Tímida, la figura asomó la cabeza por encima de un par de sudaderas. Encorvado y algo tímido, mantuvo la cabeza, apenas por encima de unos cuantos centímetros de ropa.

        Quiero que me des mi anillo, sino te voy a sacar de aquí. ¡Dámelo!

El extraño ser se sumergió entre la ropa y desapareció un instante. Segundos después, apareció cargando la caja de mi anillo. Sus pequeñas manos reptiles cargaban por encima de su cabeza la caja negra. Dio unos cuantos pasos con el cargamento sobre sus cuernos y la lanzó fuera del closet.

Alcancé a tomarla en el aire. Bajé de la cama con la mano cerrada. Volteé a ver a mi mamá y hermana.

        Aquí está mi anillo, dije asombrada.

 Mi mamá y hermana tenían caras pálidas. No emitieron palabra alguna.

Abrí la caja y había un anillo, pero no era el mío. 

De inmediato volví a subirme en la cama. Enojada grité:

        ¡Este no es mi anillo, dame el mío o ya verás!

Aventé la caja sobre el panel de madera, que se deslizó hasta los pies de la oscura figura.

El pequeño ladrón tomó la caja, desapareció de nuevo entre la ropa y volvió a salir de ella, cargando una caja idéntica a la anterior. Volvió a arrojarla fuera del closet.

La tomé en el aire con mi mano, bajé de nuevo de la cama y al abrirla había un anillo, otro, diferente al anterior y mucho más diferente al mío.

        ¡No estoy jugando! Ya verás, esta es la última que te paso.

Justo cuando di la vuelta para brincar hacia la cama, pasaron al lado de mis pies, dos duendecitos,  una mujer joven y un hombre algo mayor. Tenían gorros como los de los Pitufos, pero color verde militar. Sus ropas eran de diferentes tonos de color verde y guinda. El cabello de la mujercita era rojizo, como del color de una ciruela, que sobresalía del gorro.

Los dos corrieron y brincaron hacia la cama y luego hacia al interior del closet donde estaba la figura sin rostro.

Después de unos segundos, sacaron con los pies reptiles arrastrándose sobre el panel de madera a la figura sin rostro. La mujercita lo sujetaba de un brazo. El hombrecito hizo lo mismo del otro lado. Los tres brincaron hacia la cama. Ya en el colchón, la figura negra intentaba escaparse, pero los duendes no lo permitieron.

        Él es quien ha estado llevándose tus cosas. No nosotros.

Dijo firme y consistente la mujercita.

Como si no me hubiera sorprendido aquella fantástica imagen, me crucé de brazos y le respondí:

        A mí no me importa quién fue, yo quiero que me regresen mi anillo. No se a quién más le han robado, pero esta es mi casa y a mí me lo regresan.

Mientras mi mamá y hermana permanecían congeladas como columnas de mármol blanco en una esquina de la recámara, la duendecita respondió:

        Sí, pero es él el que se ha estado llevando tus cosas, nosotros vivimos aquí en paz y no molestamos a nadie.

Ring!

Las 6:45 de la mañana.

La alarma de mi celular empezó a sonar.

Debo levantarme para irme a la carrera atlética, pensé.

        Ya sé dónde está mi anillo, le dije a Daniel.


Antes de irnos a la carrera atlética de ayer domingo, le conté a Daniel sobre mi sueño.

En voz alta le dije, sin lugar a ninguna duda, dónde estaban los duendes y mi anillo.

        Se esconden allá arriba, en la parte alta del closet, donde guardamos los cobertores y las sábanas. Ahora que regresemos de la carrera, me traigo la escalera de mi mamá y me voy a asomar y vas a ver si no encuentro mi anillo.

Antes de salir, regresé a la recámara y les dije:

        Si no quieren que me asome y los corra, quiero ver mi anillo aquí donde lo dejo siempre, sino ya verán.


Al regresar de la carrera, Daniel se puso a jugar con Cirila y Basilio, nuestros perros ­–Macario dejó de vivir con nosotros hace un año­–, y yo entré a la recámara a tender la cama.

Mientras la tendía, le dije a Daniel que me trajera uno de los bancos que tenemos porque me iba a asomar para ver la parte de arriba del closet.

Una vez que puse la cobija sobre la que se duerme Cirila y doblé las pijamas de los dos, tomé de la canasta, el short de mezclilla que en la noche me quité.

Lo tomé con ambas manos y lo sacudí en el aire para extenderlo. Después lo doble por la mitad y pasé una de mis manos sobre él para terminar de alisarlo. Cuando mi mano llegó a la altura de la bolsa izquierda, sentí un bulto.

Metí la mano extrañada…

 ¡Era el estuche de mi anillo!

Vi mi mano sorprendida y con la otra, temblando, solté el short sobre la cama.

Abrí el estuche, ahí estaba mi anillo.

Con el frío corriéndome de la cabeza a los pies, caminé hacia la sala y le mostré a Daniel el anillo y  la caja.

        ¿Dónde estaba?

        Apareció adentro de la bolsa del short que traía ayer, le dije.

Por un par de segundos el miedo se apoderó de mí y empecé a llorar.

        Es que me espantaron, le dije a Daniel.

Él contestó, ¿por qué, qué viste?

No, no vi nada, le dije, solo que me espantó que el anillo haya aparecido misteriosamente en el short.

Regresé a la recámara y les dije a los duendes:

Muchas gracias por devolverme mi anillo. Ya saben que estas cosas no las deben de agarrar. Está bien, ya no voy a asomar, pero si quieren vivir aquí, tienen que respetar nuestras cosas. Al rato les compro más chocolates. Pero, acuérdense que ahí guardo mis cobertores y que cuando tenga que cambiar mi cama, me voy a tener que subir para sacarlos, así que no me vayan a espantar.


No los he visto, y por supuesto, no los quiero ver. Sean como en mi sueño o no, prefiero mantener lo misterioso de su presencia dentro del closet.

Daniel ya los ha visto y al parecer sí, son saltarines, tienen figura humana y les gusta esconderse entre la ropa.

Yo aún tengo dudas sobre si son fantasmas, seres espirituales o más sorprendente aún, seres mágicos y fantásticos, de carne y hueso. Pero si existen en los libros, es porque alguien almacenó su imagen en el cerebro y luego, le adjudicó a su imaginación su supuesta creación.

Por instantes, Cirila camina hacia puntos específicos de la casa y mueve la cola como cuando yo la llamo. Creo que a ellos les gusta jugar con ella y a ella le gusta jugar con ellos.

Veremos si hoy no ha desaparecido nada.

Por lo pronto de los siete kisses que les puse el jueves, ayer solo faltaban dos; de los otros cinco con envoltura dorada que les compré el domingo, solo quedan cuatro. Veremos si hoy el resto permanecen en su lugar...

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